Saber irse

Saber irse

Hace tiempo, antes de que la pandemia terminara de encerrarnos en nuestros respectivos laberintos, hubo un compañero que se jubiló como está mandado: con su edad reglamentaria, sus trienios cotizados, su pensión máxima y sus 20 años de esperanza de vida por delante, pero que no acabó nunca de romper el cordón umbilical con el curro. Cada poco, se presentaba con cualquier excusa en la casa que había sido más que la suya, saludaba a sus estresados excolegas, que lo veíamos venir de lejos con una mezcla de envidia y fastidio, y, al poco, cuando se quedaba más solo que la una, se iba con su pachorra de desocupado y su escapulario de visitante a cuestas hasta la próxima. Así estuvo unos años, no muchos, hasta que, a la vuelta de unas vacaciones, supe que se lo había llevado un cáncer por delante, sin poder siquiera ir al tanatorio a despedirlo, y me reconcomió la conciencia los cinco minutos que tardó el jefe en endosarme el primer marrón de la temporada e írseme el santo al cielo. No estoy orgullosa.

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