Señores pájaros

Señores pájaros

Los libros de verdadera poesía, o de poesía verdadera, como
gustes decirlo, amable lector, no precisan de prólogo. Se dicen solos. Incluso
a oscuras nos dicen algo y, cuando no pueden ser del todo claros, porque no
siempre la poesía puede ser transparente, también encuentran el modo de poner
sobre el celemín su candelita, por usar una palabra que le era muy querida a
nuestro inolvidable José Jiménez Lozano.

Lo recuerda Andrés Trapiello, en su introducción al libro
‘Señores pájaros’, de mí querido maestro, a quien echo en falta a la mañana,
por la tarde y por el día. Jiménez Lozano, escuchaba oír al cuco, “como si
estuviera acomodando la mañana en nuestros adentros con su dulzura“ y se
conmovía ante el cadáver de un pajarillo debajo de un árbol, “ante la
fragilidad de un tan pequeño despojo de vida”.

Estoy releyendo este libro hermosamente editado por Días
contados, con dibujos de Ramón Fernández Saus, con indescriptible deleite. Qué
disfrute encontrarse con la palabra fértil de Jiménez Lozano, sentir su
compañía: “anoche nevó -realmente muy poco, porque aquí casi nunca nieva y
siempre lo hace con mucha economía- y salí a dar un paseo como por la estepa
rusa” cuenta el Cervantes de Alcazarén, para añadir que, “al día siguiente,
aunque había dejado de nevar hacía horas, persistían el silencio y la calma propios
de los días de nieve”.

Sólo un poeta verdadero distingue estas cosas que hacen de
este libro suyo, en verso y en prosa, algo prodigioso; porque, aunque sacado de
otros libros suyos, aquí “luce de un modo distinto y único, como si en realidad
todas esas páginas hubieran sido escritas para figurar un día juntas, como en
un breviario”, en palabras de Andrés Trapiello, por quien tan hondo afecto y
admiración sintió siempre Jimenez Lozano.

Los pájaros de los que habla el maestro son, como si
dijéramos, de su familia: “Una mañana primaveral prodigiosa. Hay una niebla
fina, amorosa, que difumina los edificios y los árboles, y resulta casi dorada
por el resplandor del sol, que es como una candela que estuviera detrás de este
cendal.

La humedad pone un brillo de recién nacidas a la hierba, a
las hojas de los árboles, y la alegría de los pájaros es realmente como si
estrenasen el mundo”. El poeta no es otro que aquel “que trabaja por el
reencantamiento del mundo, y devolver la inocencia perdida”. Sólo desde esta
verdad se puede entender a este escritor imprescindible que una vez me dijo:
“nuestra única certeza es una cruz”.

La inmensa mayoría de sus poemas, son como un relato de
pocas palabras, que sólo alguien que estuviera con los ojos bien abiertos y en
medio del campo podría escribir: “¡Encendidas alamedas del otoño,/ neblinas
matinales; / los dientecillos del rocío,/ pájaros pensativos, hojas muertas,/
días tan fugaces! En la noche,/ enciendes tu candela, y esperas./ ¿Qué otra
cosa/ podrías hacer, si sólo eres/ un hombre?.” La tarea de contar, recuerda
Jiménez Lozano, es un asunto muy serio en un poeta. Tanto como para asegurar:
“Dulce pájaro de primavera,/no te vayas. Si me falta/ tu cu_cú riéndose del
mundo, éste puede engañarme”.

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