Años cuarenta, ocaso de la Segunda Guerra Mundial. Europa, y en concreto sus vías de tren, son un trasiego incontrolado de mercancías, salvoconductos y encuentros entre líderes políticos. Las estaciones de ferrocarril se convierten en territorio de nadie, donde conviven espías con refugiados, contrabandistas y marchantes de arte. La de Canfranc, más propia de una trama de misterio por su imponente planta clasicista, rodeada de montañas y casi siempre de neblina, fue, sin lugar a dudas, una de ellas. Una idea que se fraguó a mediados del siglo XIX con la voluntad de conectar Francia con España a través de un valle facilón y pequeño en los Pirineos aragoneses, pero que no vería la luz hasta 1928 con el beneplácito del rey Alfonso XIII.