Crítica de “Música”: un jeroglífico trágico ★★★★

Crítica de “Música”: un jeroglífico trágico ★★★★

Nos atreveríamos a decir que Angela Schanelec ha leído a fondo la teoría musical del filósofo Theodore Adorno y que, a la luz de sus escritos, “Música” es una película musical. No es casual que su narrativa, que parece remitir a una versión libérrima del “Edipo” de Sófocles, esté organizada alrededor de dos canciones de amor, el clásico “Plaisir de amour” y un hermoso tema folk, “Milo”, filmado en plano fijo, como si la cineasta alemana quisiera anclar el elusivo significado de su película en esas melodías armónicas que contrarrestan las disonancias del resto del relato. Esas canciones son como dos planetas sobre los que orbitan las migajas de un meteorito, desordenadas por la falta de fuerza de gravedad, formando una densa nube de polvo de estrellas.

Cuando Adorno admiraba la obra de Schönberg, al que calificaba de “compositor dialéctico”, por la dimensión violentamente fragmentaria de su música, en la que solo había saltos abruptos, tan pendiente de la tensión de lo múltiple, parecía estar hablando del cine de Schanelec. “Música” es, en realidad, una película dodecafónica, en la que los vacíos que hay entre las imágenes parecen albergar el relato que importa, cuyo principal objetivo es la construcción de un espacio en negativo donde sea posible la relectura de una tragedia clásica.

Un bebé es abandonado en una casa de pastores. Un matrimonio lo adopta. Años después, mata accidentalmente a un hombre. En la cárcel, se enamora de una joven guardia, con la que formará una familia, sin saber que ella tiene un estrecho vínculo con el hombre al que mató. Así las cosas, el texto de Sófocles aparece completamente desdibujado, como una amalgama de signos separados por rabiosas elipsis. El huidizo montaje de Schanelec, que no debe extrañar a quien la conozca por la admirable “Estaba en casa, pero…”, impone una lógica de puesta en escena que tiene mucho de bressoniano. Si, volviendo a Adorno, el filósofo alemán consideraba la música como un lenguaje en el que los gestos se eternizan, da la impresión de que Schanelec quiere potenciar, a través de la planificación, esa dimensión gestual del cine.

Pies y manos parecen cargarse de significado en una narrativa tan sintética que corre el riesgo de desorientar al espectador, teniendo en cuenta que todos los personajes aparentan la misma edad, aunque sean padres e hijos. Si el relato está dividido en dos partes bien diferenciadas -una transcurre en Grecia, otra en Berlín-, si hay simetrías entre ellas, si identificamos que el protagonista es el mismo que un bebé que llora por un plano de sus pies heridos, el resto de la historia se escurre entre sus grietas, abortando la identificación del espectador con el desbordamiento arquetípico de la tragedia.

En ese proceso de vaciado de lo mítico, Schanelec parece racionalizar el texto de Sófocles, aunque, en realidad, lo que hace es lo contrario, lo somete a una operación de extrañamiento, a una depuración tan críptica, que nos obliga a relacionarnos con él desde las emociones. Si la fuerza del destino sigue dictando la vida de los personajes, es relativamente fácil dejarse llevar por el temblor de su fatalidad, aunque nos perdamos por el camino. El secreto está en la música: en la cualidad hipnótica del ritmo, en los retornos asonantes de sus vibraciones, en lo que Adorno llama la ruptura con el sistema tonal. En esa música quebrada, el jeroglífico empieza a latir, como si tuviera corazón.

Lo mejor:

Su personalísima relectura de la tragedia de “Edipo” y su rigor formal.

Lo peor:

Su opacidad resulta acaso demasiado agresiva en un primer visionado.

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