¿Educación nueva o vieja?

¿Educación nueva o vieja?

Por un lado están los educadores racionalistas que defienden la importancia de la razón y del conocimiento en sí mismo y para sí mismo, y que acusan a los «pedagogistas» de contribuir a una degeneración del conocimiento dando demasiada importancia a la vivencia existencial que acaba ahogando el saber.

Por otro lado, están los defensores de la Educación Nueva, inspirados en el Romanticismo, que claman que un conocimiento cortado de la raíz sensible que lo generó y que no cesa de alimentarlo es la negación misma de la verdadera educación. Los primeros defienden el «saber para enseñar», mientras que los segundos defienden el «saber enseñar», dando más importancia a la didáctica que a los contenidos, pecando a menudo de didactitis.

Los educadores racionalistas, inspirados en la Ilustración, en la tradición de Descartes, consideran que el conocimiento existe al margen de la dimensión sensible. Ese punto de vista ve con recelo, reticencia e incluso con hostilidad que la «Idea» o la «Razón» deje de tener protagonismo en el proceso cognitivo a favor de la sensibilidad, un concepto que consideran lugar de ilusión y por lo tanto de error.

Para ellos, el concepto mismo del «interés por aprender» es una ilusión pedagógica ya que, si fuera algo natural en el ser humano, no haría falta poner en marcha mecanismos tan complejos para estructurar la educación.

Por ese motivo, suelen rechazar los enfoques de descubrimientos, tanto guiados como puros: prefieren la instrucción directa. Hablan de la importancia del esfuerzo («la letra con sangre entra») y del deber kantiano. Dan mucha importancia a las pruebas estandarizadas porque para ellos, la educación se mide en función de la cantidad de conocimientos que se transmiten mediante la instrucción directa.

Los educadores románticos, en cambio, dan importancia a la experiencia sensible subjetiva en todas las etapas y consideran de poca importancia la trasmisión de los conocimientos, que ven desconectados del contexto del alumno. Muchos de esos educadores conceden más importancia a la educación emocional que a la trasmisión de los conocimientos.

Privilegian el aprendizaje por descubrimiento puro en todas las etapas (aprendizaje por proyecto, cooperativo, abolición de las asignaturas, etc.); ubican al alumno en el «centro» de un aprendizaje construido en base al «sentido» que el alumno mismo da a lo aprendido. Tienden a ver la instrucción directa como una imposición externa al alumno porque no cuenta con él y lo considera como un ente pasivo. Proponen enfrentarse al saber con el espíritu crítico, pero la crítica de la que hablan es constructivista, en la medida en que interpretan el conocimiento que viene de fuera como una dictadura sobre la autonomía de la mente.

Prefieren la evaluación por competencias (saber hacer) a la evaluación objetiva de los conocimientos. La insistencia en la importancia de la experiencia sensorial como vía casi exclusiva de la educación lleva a menudo al anti-intelectualismo que defendía Rousseau.

Conlleva una especie de desprecio hacia la sabiduría convencional, los hechos certificados, las abstracciones o las formas de entender que no están validadas por la experiencia directa del alumno.

Sí, existe una tercera vía. La educación clásica, o el realismo pedagógico, integra la educación sensorial e intelectual sin dejar de dar a cada una la importancia que le corresponde. La educación sensorial es una preparación para la educación intelectual y moral. No hay nada en el intelecto que no haya existido primero en los sentidos, resume la postura realista aristotélica. En realidad, no hay, ni debería haber, enfrentamiento entre la percepción sensorial, el conocimiento abstracto de la realidad y el espíritu crítico.

La correcta percepción sensorial y los conocimientos son, precisamente, los elementos que permiten juzgar adecuadamente; proporcionan el criterio en base al cual se puede mantener una actitud crítica. La realidad es la vara de medir que proporciona ese criterio, no la autonomía de la mente desligada de la verdad de las cosas, ni tampoco la jerarquía del maestro («es verdad porque lo digo yo») como única fuente del conocimiento racional. Para la educación clásica, no hay que renunciar ni a la dimensión sensorial ni a la dimensión intelectual porque no hay dualidad en el ser humano.

Ahora que sabemos que la pugna entre la educación nueva y vieja participa de un falso debate podemos empezar a pensar en otras formas de educar que atienden a la realidad del ser humano. Cualquiera pedagogía que desprecie o sobredimensione la importancia de alguna de las dimensiones sensorial o racional del alumno es parte de un proyecto abocado al fracaso. En cambio, la educación clásica, por contemplar a la persona en todas sus dimensiones, e integrarlas armoniosamente, nos indica el camino a seguir para buscar la perfección de la que es capaz cada alumno.

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