Franco, socio honorífico del Barça

Franco, socio honorífico del Barça

El busto de Franco se rompió en mil pedazos. «¿Pero no era de bronce?”, dijo con la respiración agitada Jaume Rosell, gerente del F.C. Barcelona. Al otro lado de la sala estaba Joan Granados, secretario general del club y lanzador de bustos. Habían escuchado en el transistor la muerte del dictador, lo que provocó un fortísimo debate sobre si Johan Cruyff jugaba mejor con la izquierda o con la derecha. Rossell argumentó que la transición, la del balón, claro, era cosa de Carles Rexach. «¿Qué dices? Mejor Neeskens. Hay que tener cabeza cuando la situación es delicada», apuntó Rosell. «¿Cabeza? –preguntó Granados–. Pues remata esto», dijo mientras lanzaba la escultura de Franco que adornaba la sala. Rosell arqueó el cuerpo, dobló el tronco hacia atrás, cerró los puños, estiró el cuello, posicionó la sien derecha, giró con todas sus fuerzas y falló. El busto pasó a un palmo de su cabeza, afortunadamente, y al primer impacto con el suelo se quebró, como la dictadura.

«Avisa a Eduard Combas, rápido», dijo Rosell reaccionando. El otro salió escopetado. El gerente se ajustó la corbata y tomó asiento. Puso la radio por si había noticias, pero todo eran panegíricos sobre Franco. Eso ya se lo sabía. De hecho, en 1974 la directiva barcelonista había peregrinado hasta El Pardo para condecorar una vez más a Franco. Era la tercera vez. Vino a su memoria cuando se inauguró el Camp Nou. Ah, qué tiempos. Fue el 24 de septiembre de 1957, día de la Mercè, patrona de Barcelona. Estuvo el gobernador civil, aunque invitaron a Franco. Qué emocionante fue la bendición obispal, el izado de la bandera con el águila de San Juan, y las palabras del presidente del club, cuando dio las gracias al «Generalísimo Franco y Caudillo nuestro».

Cuando el club quebró

Ahora, pensó Rosell, el club debía ajustarse a las nuevas circunstancias. Era cierto que el nuevo estadio se llamaba «Nou» porque el campo de Les Corts era el viejo. «Ostras –dijo–. Habrá que quitar la placa de ‘‘Caídos por Dios y por España’’. Luego se lo ordenó a Combas». Vaya, con lo que el Barça debía al régimen franquista. «Bueno, los presidentes Miró-Sans y Llaudet eran de Falange», recordó. Y habían conseguido la recalificación de unos terrenos en la Diagonal en 1951. No costó mucho. El ayuntamiento amenazó con expropiar el suelo, echó a los chabolistas «charnegos», y el gobernador civil puso la fuerza. Luego visitaron al dictador para regalarle una maqueta del proyecto.

«Y cuando el club quebró en 1965 ahí estuvo Franco», pensó Rosell. En el mismísimo Pazo de Meirás firmó la recalificación de Les Corts. Hubo protesta vecinal porque era zona verde, pero dio igual. En respuesta, el Barça hizo a Franco socio honorífico. Eso sí que fue un gol por toda la escuadra. Un fichaje mejor que el de Kubala, al que el Gobierno dio la nacionalidad por la vía exprés para que jugara en el club. Era lógico. La Copa del Generalísimo era la especialidad del F. C. Barcelona. Más copas que nadie, bueno, «més que un club», como dijo Narcís de Carreras, presidente blaugrana que escribió en «La Vanguardia» un artículo loando a Franco. Eso sí es hacer la pelota, y no como Migueli, el «Tarzán» de la defensa, que a este paso acabará un día a puñetazos con Goicoechea, el del Athletic.

«¿Cómo damos la vuelta a esta identificación con Franco?», barruntó Rosell. Habían condecorado al dictador en tres ocasiones. La última en 1974 por los 75 años del club, pero la anterior, en 1971, fue para agradecer la millonada que se regaló para construir el Palau Blaugrana y el Palacio de Hielo. Qué menos que otra insignia de oro y brillantes. Eso había dicho Agustí Montal Costa, el presidente del club, sí, hombre, el amigo de Jordi Pujol y vinculado a Banca Catalana. Ahí están las fotos de la recepción en El Pardo. En tres años el Gobierno les había regalado 450 millones de pesetas.

«¿Y la gente? –se preguntó–. Porque cuando se inauguró el Camp Nou en 1957 esto se llenó de aplaudidores que vitoreaban al Caudillo». Incluso Ramón Serrano Suñer y José Solís, que fue ministro-secretario general del Movimiento, eran asiduos al palco. Qué papelón. No habían hecho lo de Santiago Bernabéu, que echó a Millán Astray del estadio. «Eso lo venderíamos como antifranquismo», barruntó el gerente blaugrana.

Eduard Combas entró en la sala con una escoba y un recogedor. En el suelo yacían los restos mortales del busto de Franco. El empleado comenzó a tararear una canción de «Los Sirex» que estaba de moda unos años antes. «¿Eduard, qué canturreas?», preguntó el gerente. Combas, sin dejar de mover la escoba, entonó: «Lo que haría yo segundo, barrería bien profundo, todas cuantas cosas sucias, se ven por los bajos mundos».

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