Humo Político

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La prueba definitiva de que vivimos inmersos en la tensión del paso a una democracia iliberal es el debate sobre la renovación del CGPJ. La batalla es por dejar este órgano en manos del sanchismo, echado al monte autoritario, o preservar su independencia, y con ella, la de toda la Administración de Justicia. Ya puede salir el presidente interino del CGPJ o la comisión de turno de la UE proponiendo medidas intermedias, que no cambia el deseo de Sánchez de gobernar el Consejo Judicial.

El jefe del PSOE necesita desjudicializar sus acuerdos con los nacionalistas, y que se archiven o no se tomen en consideración los casos de corrupción que afectan a su entorno. Esto requiere que los jueces no molesten o que sentencien a favor. Por un lado, se trata de mantener la apariencia del funcionamiento del sistema al tiempo que se interpreta la norma al gusto de Sánchez. Y, por otro lado, se asegura la impunidad de los suyos. Imagínese a un tribunal de justicia funcionando como una comisión parlamentaria con mayoría del PSOE. Sería un espectáculo inútil que solo serviría para culpar a la oposición de cualquier cosa.

La renovación del CGPJ, por tanto, es el debate entre la democracia y el abismo, entre resistir la colonización del Estado y permitir el derribo de los últimos pilares del edificio constitucional. Hasta ahora, el sistema se había basado en la confianza, en considerar que, aunque politizado y tomado por los partidos, el nombramiento del CGPJ no ponía en riesgo el orden liberal y democrático. Con Sánchez esa confianza ha desaparecido, por lo que el viejo sistema ya no sirve. De ahí que la resistencia llevada a cabo por el PP sea tan imprescindible como criticada por la oposición que ansía controlar todo el Estado.

Las cosas se hicieron mal y eso nos ha llevado a esta situación terminal. El peligro de que un partido quisiera hacerse con las instituciones, desde la más pequeña hasta el CGPJ o el TC, existía y no se hizo nada para evitarlo. Confiaron unos en otros, los populares en los socialistas, y viceversa. Jugaron a controlar el Estado en su propio beneficio, en interés partidista por encima de la democracia, de sus principios, o del ejemplo que existe en países con una tradición más larga. No quisieron un poder judicial completamente independiente. Era preferible contaminar, mangonear un poco, colocar a los suyos, y aguantar impertérrito, como señaló Gallardón un cuarto de hora antes de su cese, «el obsceno espectáculo de ver a políticos nombrar a los jueces que pueden juzgar a esos políticos».

El daño ya está hecho. Lo ha dicho Guilarte, el presidente interino del CGPJ. La autoridad institucional es un correlato de la imagen que se proporciona a la sociedad. El sanchismo ha hecho todo lo posible para entorpecer ese principio. Empezó diciendo que la fiscalía dependía de él, siguió con el ignominioso nombramiento de Dolores Delgado como Fiscal General del Estado nada más dejar el cargo de ministra de Justicia. Luego nombró a García Ortiz, número dos de Delgado, para el mismo puesto fiscal, a pesar de su perfil bajo y partidista y de haber sido condenado por desviación de poder. Sánchez no se detuvo ahí y colocó a Delgado como fiscal de sala. Afortunadamente, la sala de lo contencioso-administrativo del Supremo anuló el nombramiento. El sanchismo, para terminar de destrozar la imagen y la autoridad, repite la doctrina del lawfare con el objetivo de deslegitimar a todos los jueces que no coinciden con sus decisiones políticas. El Tribunal Supremo y el CGPJ están así en la línea de fuego del PSOE y de sus aliados parlamentarios desde el primer día. El propósito es contaminar la imagen de la Justicia de tal modo que justifique el asalto. Quieren que sean instituciones que funcionen como el TC, que bendice la candidatura de Puigdemont a pesar de que no tiene la documentación en regla. Y así todo.

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