La boda de la furiosa impaciencia

La boda de la furiosa impaciencia

Me doy mi garbeo mañanero escuchando la radio como hacía mi suegro paseando entre las olivas. Él no tenía auriculares, llevaba el transistor en la mano, sin eliminar la música de los sonidos del campo. Más saludable, sin duda. Escucho las crónicas de sociedad de Martín Bianchi, que me hacen sonreír. He seguido gracias a él los preparativos de la boda del año, la de Martínez Almeida y Teresita (siempre según palabras del cronista) y la lista de bodas, que al parecer era pública. Será su manera de entender la transparencia. El problema de escuchar la radio en directo, a la antigua usanza, es que a cualquier descuido te pierdes un detalle esencial, y yo me quedé sin saber por qué demonios aparecía en la lista de los novios algo referente a “la zona de secado” del baño, una expresión que de desconocerla absolutamente ha pasado a ser familiar para mí. Ahora oigo hablar de la zona de secado en cualquier esquina. Me gustó que narrando la boda el cronista dijera que no compartía eso de centrarse solo en señalar la delirante psicomotricidad de los contrayentes a la hora de abordar el chotis, un baile sin duda desafiante, aunque puestos a practicar la ortodoxia castiza deberían haberlo bailado sobre un ladrillo. Visto lo visto, mejor sin ladrillo. Dijo Bianchi, no sin razón, que a él le parecía más escandalosa la elección de la iglesia, San Francisco de Borja, por toda la simbología franquista que contuvo y contiene, funerales en honor a Franco, del funeral de Carmen Polo y así. Puede que lo más chistoso fuera el tocado de Esperanza Aguirre o el pedete lúcido que llevaba su marido al volante, pero no lo más destacable en una ceremonia en la que con golpes de humorismo cañí se envolvió un soberbio mensaje político.

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