La mano en la herida

La mano en la herida

La vista no es en absoluto fiable. Cualquier imagen que veas podría estar manipulada. Tampoco el oído ofrece ninguna garantía. La cantidad de mentiras, chismes y falsos rumores que se oyen cada día es inagotable. El gusto también se siente muy confuso frente a la comida basura. Ya nadie sabe lo que come. El gaznate traga con todo. El olfato humano carece de prestigio, apenas sirve de nada, puesto que con la nariz es imposible seguir el rastro de la verdad. Solo queda el tacto, el único del que te puedes fiar como un sordomudo. Me tocas, te toco, luego existo: he aquí una certeza insoslayable, cosa que no se puede decir del resto de los sentidos corporales que abastecen nuestro conocimiento de la realidad. Existe un ejemplo sagrado. Los cristianos creen que el Nazareno murió en la cruz y resucitó al tercer día. Lo primero que hizo al salir del sepulcro, antes que ir a ver a su madre, fue encontrarse con la que algunos dicen que era su novia, María Magdalena. Como es lógico, esta mujer, arrebatada por el amor, trató de abrazarlo, pero el resucitado rehuyó el contacto. “Noli me tangere, —le dijo— no me toques”. Aquel ser virtual mandó a la mujer que diera a los discípulos la noticia de que estaba vivo, pese a ser intangible. Todos lo dieron por bueno, todos salvo Tomás, quien dijo que solo creería si metía su dedo en el lugar de los clavos y su mano en la herida de su costado que le había infligido la lanza del centurión. La Magdalena le juraba en vano que el resucitado era real, que lo había visto y lo había oído. Cuando dentro de poco la humanidad quede atrapada en el bosque de la inteligencia artificial todo será verdadero y falso, verdad y mentira al mismo tiempo. Pero frente a lo que veas, oigas y sientas, a la hora de buscar la verdad habrá que seguir el método analógico del incrédulo Tomás. “Pon tu mano en mi herida para saber si existo” —se dirán unos a otros. Entre el ser y la nada, el tacto constituirá el único certificado de aquella vieja realidad.

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