Paul Auster nunca fue una casualidad

Paul Auster nunca fue una casualidad

Tenía una de esas edades indeterminadas que nos regala la adolescencia. Esa época pletórica en que uno se considera un maldito genio por descubrir el Mediterráneo. Llevaba un libro de Jünger, «Eumeswil», porque por entonces la falta de ego se subsanaba con esnobismo y metiéndose en lecturas de esa eslora. El librero, un tipo más quemado que el incienso, me atajó en el pasillo con sorna. «Pero, ¿a dónde vas con eso, chaval? Anda, toma este y dame las gracias». El tipo me quitó de la mano la apuesta de esa tarde y en su lugar me dejó la de un fulano del que jamás había oído hablar. Aquella lectura no duró demasiado para ser sinceros (a esa edad, las tardes duran lo mismo que una semana). Pero a los pocos días me sucedió la misma anécdota que a su protagonista: recibí en casa la llamada de un hombre que preguntaba por una agencia de detectives. ¿Era posible? ¿Cómo debía contestar? ¿Qué ocurriría si digo que sí? ¿Me convertiría en un personaje literario?

Durante un instante vacilé. Llegué a plantearme si eso le sucedería a todos los lectores de «Ciudad de cristal», si estaría, por fin, ante uno de esos legendarios libros malditos de los que hablan tantas leyendas. Al final, respondí que se había equivocado de número y al colgar sentí la punzada del lógico arrepentimiento que hubiera tenido cualquier otro en mi lugar (aún la siento en ocasiones). La anécdota me convirtió en un fiel devoto de ese autor (solamente años más tarde descubrí que él había vivido un suceso semejante y que ese hecho fue el origen de su libro).

En los meses posteriores leí el resto de sus novelas con la fruición de las personas que se sienten en comunión con un tipo que vivía en las antípodas de uno (por esos años, Nueva York resultaba tan inalcanzable para mí como las islas Aleutianas). El azar me puso en el carril de una carrera que jamás había barajado: el periodismo. El tiempo, después, hizo de crupier, repartió cartas y un día (luego habría más) me puso delante de aquel escritor. Lo que más me impresionó de Paul Auster fue la mirada glauca, con esa profundidad negra que dan siempre las pupilas. Y ese brillo que se me antojó como un guiño cómplice, como los que suceden en todo lo que es fruto de la anécdota o la casualidad.

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