Todas las caras de Alberto Ammann

Todas las caras de Alberto Ammann

En la pantalla, Alberto
Ammann puede ser una
cosa y la contraria. En
Celda 211, se convirtió en
un funcionario de prisiones
que para proteger su vida debía hacerse pasar
por recluso. En Upon Entry, el ganador de
un Goya interpretó a un afable inmigrante
venezolano que con su novia española planeaba
instalarse en Estados Unidos y acababa con todo
su vidrioso pasado expuesto tras ser sometido
al interrogatorio de la aduana estadounidense.
En Disco, Ibiza, Locomía, Ammann es lo que se
intuye y lo que no se ve. Ni siquiera se parece
a sí mismo. Su caracterización como José Luis
Gil, mánager de la agrupación ochentera, diluye
sus rasgos y colorea de azul su pupila. El acento
del argentino se endurece y, españolizado,
Ammann se disuelve. Ya solo queda el hombre
vestido de turquesa, melena dorada y cierto aire
turbio que, desde Ibiza, guía a Locomía a la
cima, y la sima, de la música de los años 80.

No hay ni villanos ni santos. Todos los
personajes tienen un punto de luz y de
oscuridad. ¿Se parece eso a la vida?

Sí.
Eso me gustaba del guion. Te hace ponerte en
los dos lados. Está bien logrado. Todos tenemos
nuestras luces y sombras, algunas más grandes
que otras.

¿Has sentido alguna vez, como
Locomía, que tu carrera quedaba en
manos ajenas? No me he visto así, pero
sí sobrepasado por mucha responsabilidad,
compromiso y actividad. Pero nadie me ha
llevado de la nariz a ningún lado.

¿Y quién te ha querido ayudar de
forma desinteresada? He recibido mucha
generosidad por parte de mi familia, que siempre
me ha motivado. Mi padre luego me confesó que
el día en que le dije que quería ser actor pensó
“ay, Dios mío, qué va a ser de la vida de este
chico”. Pero a mí me dijo “ah, okay, y ¿cómo
lo vas a hacer?”. Se lo había guardado para él
para que no me debilitara en el cuestionamiento,
para que yo fuera con todas mis fuerzas y
con el apoyo incondicional de mi familia. Lo
consiguieron. Y cuando llegué a España a mí me
dieron trabajo, conocí gente maravillosa, trabajé
de camarero, me explotaron como a un gusano y
me trataron mejor.

Y ahora tienes tú una escuela de
interpretación.

Con mi mujer, sí. En
realidad, es un proyecto suyo. Es la directora
y yo me asocio con ella y doy también clases,
que me apasiona. Cuando algo se te da bien,
buscas observarlo y especializarte para mejorar.
Iré creciendo si estoy con esa disposición. Y
cuando tenga 55 años seré mejor actor que
ahora. Eso espero.

En un vídeo de la escuela dices que el
talento no es tan importante como el
trabajo. ¿Para todo?

Yo creo que sí. Lo
que llamamos talento son facilidades que uno
tiene para unas cosas, pero no impide que tenga
dificultades para otras. Si uno elige hacer algo,
tiene que comprometerse para hacerlo lo mejor
posible. Y todos tenemos un tope. Pasé también
por la carrera de Psicología, aunque al final
terminaba en la cafetería haciendo psicología
con cualquiera que pasara por allí. Fue el lugar
en el que más desequilibrados mentales me
he encontrado juntos. No es una agresión: yo
voy al psicólogo, es bueno ir al psicólogo, pero
nunca había visto a tanta gente con problemas
psicológicos. Yo creo que estaban buscando
respuestas a sus líos en la formación. Yo decía:
“estamos todos locos”. Y luego estuve en
Literatura y Lenguas Modernas. Ese año lo
terminé porque a la vez estaba en el conservatorio
y en un taller de teatro. Después hice un
cortometraje y dije “esto es lo que quiero”. Era
jugar como un niño. Para ser actor necesitas estar
en contacto con la parte lúdica de la infancia.

¿Se desgasta el entusiasmo cuando se
convierte la pasión en profesión? Yo más
bien me he molestado en algunos momentos.
Los rodajes son duros. Por lo general estás
doce horas fuera de casa, trabajando sin parar
de lunes a viernes. Es solitario y rara vez haces
una amistad profunda. Yo he estado rodando 15
horas y media de lunes a viernes y los sábados,
ocho, más una hora de traslado a la ida y otra a la
vuelta. En ese momento te sientes tan agredido
físicamente que empiezas a juntar enojo. E ideológicamente me sienta como una patada.
No me gusta que me esclavicen. No sé si hay
gente a la que le gusta. Bueno, hay masoquistas
que sí. Me parece que hacen falta más
psicólogos.

Pero si están todos locos. Los que
terminaban la carrera no eran los más locos. Pero
había mucho neurótico.

Sobre la explotación decías en una
entrevista que no siempre está tan
bien pagada la profesión de actor y
que muchas veces se idealiza.

Hay un
juego implícito en todo esto que viene del star
system norteamericano en el que los actores
salían con abrigos de piel y joyas preciosas.
En aquel momento cobraran mucho dinero las
estrellas. El resto, no. Cuando hoy trabajas
medianamente bien, al final le pagas el 47 % a
Hacienda, como último tramo, más el 15 % a tu
agente, que me parece bien. Hay muchos gastos
también. Y luego la intermitencia. A lo mejor
con un solo trabajo puedes vivir un año y medio
sin trabajar, o más según el caché. Pero ¿si no
te llaman durante dos años? Lo que yo digo es
que la gente cree que hay mucho dinero, pero
hay mucho menos dinero del que hace falta. Se
comienza apretando la jornada porque el día
de rodaje es caro y se hacen horas extra que
no se pagan. Se empiezan a vulnerar algunos
derechos y leyes, pero no las más importantes,
de forma que todo el mundo hace la vista gorda
y chimpún. Te la comes.

Una respuesta suele ser que si los
actores tienen esas situaciones,
imagínate el resto.

Claro. Lo curioso es
que yo tengo que decir que soy un privilegiado
porque trabajo de lo que me gusta. Vaya
mundo en el que estamos entonces, ¿no? No
digo que no, pero me da para reflexionar:
¿qué mundo estamos construyendo si yo soy
un privilegiado porque trabajo en lo que me
gusta? Segundo: yo pido dinero al banco
cada dos por tres y como saben que les pago
porque luego trabajo, lo primero que hago en
cuanto cobro es cancelar la deuda. Así, desde
hace doce años. Y yo estoy dentro del 7%
de los actores que no han tenido que volver a
poner cañas. Esta es la realidad. Que la gente
diga que somos unos señoritos me parece una
impertinencia y, además, algo profundamente ignorante. No hay conocimiento ni siquiera
económico. El cine puede ser una bomba de
dinero para una ciudad.

Hay un discurso que respondería que
no hay que trabajar de lo que le gusta
a cada uno, sino de lo que es útil.
Esa es una mentalidad de finales de 1700.
Tenemos que reflexionar sobre el mundo que
queremos. Yo quiero vivir una vida, quiero
ser feliz, tener una familia y tiempo para
disfrutar con mi gente querida. Quiero vivir
bien y disfrutar la vida. No me interesa ser
millonario. Quiero estar tranquilo y trabajar
en lo que me gusta y creo que ese sentir lo
comparte un gran porcentaje de la población.
A lo mejor estoy equivocado.

En esa misma línea también se discute
mucho sobre lo complicado que es
conseguir una vivienda en el centro de
ciudades como Madrid y Barcelona.
Hay quienes responden que no hay
por qué vivir ahí, que no existe ese
derecho.

Para mí el concepto de libre empresa
es engañoso. Nos han engañado durante décadas
haciéndonos creer que esa es la panacea. La libre
empresa solo favorece a los que tienen mucho
dinero. Ponen una gran superficie comercial,
se elimina la pequeña y mediana empresa y ya
solo puedes ir a comprar ahí y ahí te suben los
precios. Eso lo dicen quienes tienen el dinero.
Porque quieren forrarse. El dinero es como una
especie de droga. Cuando uno la acumula es
como si se metiera. Se pierde la empatía por
otros seres humanos, se vuelve ególatra, egoísta,
con una ambición centrípeta. No me importa lo
que digan esos señores.

Se deja de ver al otro como un ser
humano, como cuando se debate en
internet.

Yo creo que prima una especie
de hartazgo, de cansancio porque se trabaja
mucho, porque cuesta vivir en calma. La
trampita de trabajar en casa distorsionó la realidad. Cuando uno entraba en casa entraba
en el hogar, en la cueva, en el lugar seguro. Y
ahora el trabajo está allí. Cuando eso sucede, se
desdibujan los espacios. Tu casa es tu trabajo.

No parece darte miedo mojarte al
hablar de política o democracia.

Mis
padres han sido activistas políticos toda la vida y
yo me he criado en ese ámbito. Y a mí la política
siempre me ha apasionado y tengo bastante
conocimiento desde que correteaba debajo de la
mesa en las cafeterías y escuchaba los temas de
los que hablaban los adultos. Siempre he sido
más adulto de la edad que era.

Y con Argentina y España tan tensas,
¿dónde descansa tu cabeza?

A mí
me gusta estar enterado de lo que pasa. Lo
sufro, pero hay un punto en el que trato de
ponerme operativo. No me gusta recrearme
en el sufrimiento, pero lo acepto. Ahora voy a
Argentina y sé que la cosa está muy mal.

¿Y qué te provoca?

Tristeza. Lo que han
hecho los grandes señores en el poder es romper
la estructura social. Familias que no se hablan,
discusiones entre hermanos, padres e hijos que
hace tres años que no se ven. Un desastre. Han
atacado a lo más sagrado de la gente: el amor
por la familia y la gente querida. En definitiva,
al respeto a la vida. Está generando un odio tan
troncal que ha roto familias y ha generado una
ilusión óptica por la que los culpables siempre son
los anteriores. Yo soy un ferviente creyente de la
democracia real y participativa y vinculante. Si
yo contrato a alguien para que me haga una obra
en casa y vuelvo y me la ha destrozado, tengo
que despedirlo y juzgarlo. ¿Cómo puede ser que
se vote a un presidente que promete y luego haga
lo contrario? Hay un fallo en el concepto: no nos
gobiernan, nos deben representar.

¿Has tenido la sensación de que algo
similar podía suceder en España?

Yo espero que no, pero veo que la tendencia
mundial es hacia allá, a romper la estructura
social, encerrarnos en ciudades de 20 minutos,
que a mí me alarma bastante. Me preocupa
que unos señores el Foro Económico Mundial
sean los que dirijan el mundo. ¿Quién los votó?
¿Quiénes son? Es muy marciano lo que pasa.
Y sucede porque el poder del pueblo se fue
alejando de él. Y el pueblo es la mayoría.

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