Un dios ciego

Un dios ciego

De vuelta a casa, me crucé en la calle con una rata que, lejos de huir, se detuvo y me miró de un modo en el que percibí un atisbo de humanidad. Turbado por la experiencia, la dejé atrás mientras recordaba un verso del argentino Diego Roel: “Una lagartija irrumpe en el cuarto: me mira con los ojos de mi padre”. Pensé en la cantidad de ojos abiertos al mundo, pues no hay un solo lugar del planeta inobservado: ojos de gorrión y de elefante y de mosca y de serpiente y de águila, ojos insólitos de caballos y vacas, ojos sin párpados de calamares, ojos de nutria y de camaleón, los ojos de todas las criaturas de la selva, de todas las criaturas del desierto, del océano, del aire, de debajo de la cama. Cuando a la evolución le funciona algo, no deja de repetirlo hasta el hartazgo.

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