Caballos

Caballos

Entre las muchas deudas pendientes con la naturaleza que acumulamos los humanos no es la menor la que nuestra especie mantiene con los caballos. Desde que no lo necesita para el transporte, el hombre, sobre todo el urbano, ha ido paulatinamente alejándose de él hasta enterrar su memoria bajo espesas capas de olvido tecnológico. Ni nos sirve, ni recordamos cómo y cuánto nos sirvió. En el campo lo saben mejor, sobre todo allí donde se necesita, o hay gente que se esfuerza en mantener el valor de lo que fue y supuso para nosotros, perpetuando viejas tradiciones a modo de espectáculo. Es en esos escenarios y en el de las competiciones deportivas donde aún encontramos trazas del pacto no escrito con los caballos que ellos no han roto ni romperán jamás. Un pacto, que cumplen aun ignorándolo y habiéndoles sido impuesto, sin el cual ni las conquistas, ni el progreso ni evolución colectiva alguna nos hubieran sido posibles. La Historia ha avanzado siempre a lomos de caballos. Nosotros les damos alimento y bienestar, afecto y liderazgo, y ellos, colaborativos, leales y sensibles, su fuerza y su entrega. Y a quien es capaz de apreciarlo y cultivarlo, su silencioso lenguaje de afecto y compromiso.

Sucede que a menudo nos olvidamos de cumplir nuestra parte. Obviamente no se le puede demandar tal cosa a quien solo los ve en las películas o en escenarios deportivos muy precisos. Ahí solo cabe pedir respeto y atención, lo cual no es poca cosa. Pero quien tiene el privilegio de poder convivir con ellos o los sigue necesitando para cualquier otra actividad tiene la ineludible obligación moral de cumplir. Y los demás, particularmente las administraciones públicas, de exigírselo con toda la contundencia que sea necesaria. Es evidente que no hay leyes que recojan este acuerdo desigual entre especies del que tanto nos hemos beneficiado, pero en este tiempo y este lugar, sí existen obligaciones legales de bienestar animal que debemos hacer cumplir e incluso aspirar a ampliar.

He asistido este fin de semana al hermosísimo espectáculo ecuestre de los enganches en Sevilla. Lo he hecho desde el honor de compartir emoción con mi compañera de vida, Sandra Ibarra, a quien el Real Club de Enganches de Andalucía ha tenido a bien nombrar Madrina este año, reconociendo la labor de la Fundación que lleva su nombre en la visibilización de los problemas de los largos supervivientes de cáncer. He visto y vivido el respeto al animal, el esfuerzo de quienes mantienen la vieja tradición del enganche por no eludir el pacto, por procurar que a cambio de su vigor estético y su capacidad de emocionar con su sola presencia, los animales contaran con el afecto, la atención y el cuidado que requerían. Y les he felicitado por ello.

Pero he visto también, en otro rincón de esa Sevilla fiestera y acogedora, la imagen brutal de un hermoso caballo muerto. Ignoro la causa, nadie me lo dijo. No seré, por tanto, quien acuse a nadie ni encienda llamas de polémica. Me importa más invitar a una reflexión desde la sensibilidad por el bienestar animal, para atajar de una vez los excesos, por descuido o negligencia, de los que hacemos víctimas a estas criaturas. Como a muchas otras más cercanas aún, dicho sea de paso. Son nuestra última conexión con la naturaleza, los grandes olvidados de la Historia. Esforcémonos por cumplir y hacer cumplir el pacto. Y si el incumplimiento llega a extremos de maltrato, respondamos con toda la fuerza que permitan nuestras leyes. Por pura y simple sensibilidad. Pero también (sobre todo) porque se lo debemos.

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