Crítica de “El mal no existe”: perdidos en un bosque, en invierno ★★★★★

Crítica de “El mal no existe”: perdidos en un bosque, en invierno ★★★★★

Un largo travelling en contrapicado sobre los árboles de un bosque invernal, recortados sobre el cielo como esqueléticas catedrales chamuscadas por un fuego invisible, inaugura, bajo los profundos acordes de la melancólica partitura de Eiko Ibashashi, la excepcional “El mal no existe”. No piensen en la típica secuencia de créditos, porque el plano, de casi cuatro minutos de duración, es propio de una apertura sinfónica: es aquí donde se fragua la atmósfera ominosa del filme, que nos avanza que lo que sigue tendrá la dimensión cósmica, inabarcable, de un interrogante dibujado sobre la hierba.

Si la música termina de forma abrupta, como lo hace habitualmente a lo largo del filme, es para que no nos acostumbremos a la textura dramática que genera, para que cualquier previsión sobre su discurso afectivo se encuentre con su némesis. Por ello los primeros minutos de la película son más bien plácidos, o tanto como lo puede ser una naturaleza que parece en sintonía con quien la habita, que no es otro que el taciturno Takumi, que corta leña o recoge agua de un torrente cercano tan comprometido con sus tareas diarias que a menudo se olvida de recoger a su hija de la escuela.

Este ambiente silencioso, reducido a la interacción cotidiana de lo humano con lo natural, sirve para que entendamos la tranquilidad en la que vive la comunidad de Mizubiki, espacio idílico que está suficientemente cerca de Tokio como para llamar la atención de empresas que quieren explotar su potencial turístico. Es precisamente una larga secuencia asamblearia, en la que el proyecto de presentación de “glamping” de una compañía de la capital se topa con las protestas y reivindicaciones de los locales, la primera de las grandes rupturas que propone una película que encuentra en lo disruptivo su particular idea de la armonía. Entonces Hamaguchi vuelve al cine de la palabra, el que ha frecuentado en sus películas más conocidas -desde “Happy Hour” hasta “Drive My Car”-, para provocar un desvío que, más tarde, se retorcerá con dolor sobre sí mismo.

Hamaguchi parece observar con simpatía a los dos portavoces de la empresa que ahora recogen el punto de vista del relato, aunque la película se deja atravesar, lentamente, por un clima de inquietud entre la bonhomía urbana pero sincera que estos demuestran ante la compacta solidaridad de la comunidad de Mizubiki. Esa inquietud invade las imágenes de “El mal no existe” en su tramo final como lo haría un repentino banco de niebla que apenas nos deja adivinar lo que pasa ante nuestros ojos. Hamaguchi, que es un maestro de las conclusiones -recuerden el “Tío Vania” sordomudo de “Drive My Car”-, cierra su historia con una ruptura que resignifica todo lo que hemos visto hasta el momento con una violencia extraña y enigmática.

Es un final que a este crítico le recordó los de dos cuentos cortos de Raymond Carver, “Catedral” y, especialmente, “Dile a las mujeres que nos vamos”, en los que la opacidad del sentido y la revelación de una cierta verdad sobre el mundo que se resiste a tomar forma, a tomar una única forma, parecen lo mismo. Así las cosas, lo que tenía aspecto de denuncia social o de puntilloso ecodrama, siempre reacio a sentar cátedra, se traduce en la pintura de un paisaje hipnótico y peligroso que nos pilla totalmente desprevenidos. Puede que, después de todo, el título sea irónico, o ni siquiera eso. Puede que lo único que importe es que nada, ni siquiera algo tan bello como un ciervo, nos salve de la zozobra de estar vivos.

Lo mejor:

Sus radicales cambios de tono, que fluyen orgánicos en un relato del todo imprevisible.

Lo peor:

Su final, tan desconcertante, puede resultar disuasorio para los espectadores que prefieren soluciones a interrogantes.

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