El barquillero, memoria dulce de Madrid

El barquillero, memoria dulce de Madrid

Una figura castiza que muchos no identifican y que las jóvenes generaciones ni ha visto en las calles de Madrid. Es uno de esos oficios, como el de aguador, que forma parte del ayer, -aunque también del hoy en contadas ocasiones-, pero sobre el que existen serias dudas de que tenga un mañana. Y eso a pesar del entusiasmo y esfuerzo de sus últimos representantes.

Una estampa muy madrileña que, como mucho, aún se atisba en el parque de El Retiro o con ocasión de las fiestas de San Isidro y la Paloma. Estos barquilleros, que llevaban sus latas o cestas con barquillos y una ruleta en la que los compradores podían probar suerte, provocan nostalgia. El juego, al que muchos, de cierta edad, se entregaron de niños, consistía en dar vueltas a una rueda que apuntaba a diferentes números. Si había varios participantes, el que sacaba la cifra menor, pagaba todos los barquillos. Si era una sola persona, pagaba unas monedas y tenía derecho a llevarse un barquillo en cada jugada, salvo cuando caía en la casilla del clavo o los marcadores dorados, en cuyo caso perdía todo lo ganado.

En los tiempos de los juegos online en el móvil, de conversaciones constantes, este momento de divertimento en una esquina del parque parece, quizá, aburrida. Al menos para algunos, los mismos que se han dejado atrapar por la urgencia y la inmediatez en sus vidas. Los barquilleros -y sus clientes-, con sus juegos parecen cosa de otros tiempos.

A muchos se les distinguía por su uniforme de trabajo, que consistía en un blusón a rayas, una gorrilla y unas alpargatas, aunque algunos no siempre portaban este vestuario. En las fiestas de Madrid, por aquello de las tradiciones, sí se vestían de gala y sacaban su traje de chulapo. Ahí es nada. Quizá a este grupo en las próximas celebraciones del santo patrón de Madrid se les pueda ver de esta guisa.

Por lo demás, su producto estrella no tiene secretos, más allá de la calidad de los ingredientes que utilizan, y el mimo y atención en la factura del producto: harina, azúcar, un poco de aceite, un chorrito de agua, esencia de canela o de vainilla y coco rallado para dar consistencia. En abanico o en canuto, que también en esto hay gustos. Incluso algunos se aventuran con nuevas e ingeniosas formas.

El origen del barquillo, como dulce, se remonta documentalmente a los siglos IX y XII. Sabemos que se vendía en las puertas de las iglesias, donde se elaboraban en hornos portátiles de carbón.

Por aquello del casticismo, del sabor de Madrid, esta figura del barquillero y su bombo a cuestas es indisoluble de la zarzuela. Sobre él hay referencias en la archiconocida zarzuela «Agua, azucarillos y aguardiente». También se puede comprobar el arraigo madrileño que tiene esta figura en otra zarzuela, dedicada a este gremio, llamada «El barquillero», con música de Ruperto Chapí.

Lo malo para esta forma de vida es que nada dura para siempre y la tradición de los barquilleros de Madrid decayó notablemente en la segunda mitad del siglo XX. Se suelen situar en plazas y parques y son habituales en las ferias y verbenas. En la actualidad, salen a vender a sitios típicos: El Rastro, el Retiro, la Catedral de la Almudena, el Palacio de Oriente, y en las fiestas típicas de Madrid, San Isidro Labrador, la Paloma, San Cayetano…

Actualmente en Madrid, solo existe un barquillero, Julián Cañas, descendiente directo de una familia de barquilleros castizo. Hoy se le puede ver por el Rastro, el Retiro, el Palacio de Oriente, y en las fechas clave de las fiestas típicas de Madrid, como San Isidro, la Paloma, San Cayetano. Un protagonista orgulloso de seguir adelante con la tradición heredada de su padre. Historia viva del mejor Madrid.

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