Raíces de la memoria histórica

Raíces de la memoria histórica

La mujer. Tiene los ojos claros, los labios finos, el cutis terso, las manos arrugadas. A cada poco llora. Saca un pañuelo blanco de tela y cambia de lugar sus lágrimas. Una vez. Otra. Su imagen resulta conmovedora cuando cierra fuerte el puño y lo levanta con ochenta y tantos años. Cuando aprieta contra el pecho la bandera tricolor, como si quisiera traspasar con ella el abrigo y la carne y fundirlas en un todo, cuerpo y prótesis republicana. Es enternecedor verla cuando asiente al oír, desde el escenario, que si el silencio es un arma de opresión, la memoria será nuestra lucha y por eso nunca vamos a olvidar. Emociona verla dejar un clavel a los pies del memorial. Después, buenos días, disculpe, me contará que se llama Alicia, que nació en el Tánger internacional y que no, ninguno de sus familiares murió en la masacre franquista que esta mañana fría y ventosa hemos venido a recordar. Uno había imaginado un pasado familiar dramático para Alicia. Por ejemplo, que su padre fue uno de los ciento cuarenta fallecidos en el bombardeo, uno de tantos Gernikas sin pintor ni poeta. O que su madre, quién sabe, tal vez fuese aquel cadáver número 91 al que las autoridades de la época registraron in situ como “Mujer sin identificar. Sin documentos ni dinero. Viste chaquetilla de cuadros blancos y negros, camisa color carne. Conocida como sirvienta de una tal Pilar de esta ciudad”: una criada tan pobre que por no tener no tenía ni nombre, cómo iba a tener bandera o ideología, bienes de segunda necesidad. Uno había imaginado la historia perfecta que convirtiese a esa anciana emocionada, pelo gris asomando bajo el gorro de fieltro, en un símbolo. Una metáfora.

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