El teléfono fijo, aquel viejo amigo

El teléfono fijo, aquel viejo amigo

Tenemos la costumbre de descolgar el teléfono fijo ya predispuestos para oír estafas, llamadas de números extraños, contestadores automáticos y otros menesteres enfocados para engañar al consumidor en un puzle en el que nadie está a salvo.

Miramos al descolgar como se miraba a los discos de 3 ½ en los 90, ¿tendrá o no tendrá virus? Pero esta vez más allá de la lista Robinson no hay Panda Antivirus que lo cure, sólo el ciudadano mismo envuelto en la vorágine de la postmodernidad protegiéndose de las garrapatas del sistema cual “Far West”.

Dista mucho de aquella época en la que te la intentaban colar diciendo que habías ganado un coche o un apartamento a pie de playa y que sólo tenías que enviar 5.000 pesetas a una dirección postal. ¡Qué nostalgia! Aquellos ladrones de guante blanco sí que nos hacían soñar y no los de ahora que hasta el robo es telemático.

Aquellos días en los que tener una línea de teléfono, una gran guía de páginas blancas y una cabina telefónica cerca, para que no se enteraran en casa de a quien llamabas, era lo más top.

La tarifa plana era algo de ciencia ficción y si te gustaba una chica del colegio llamabas a su casa y te la jugabas como en la ruleta rusa esperando que no descolgara el teléfono su hermano mayor o en el peor de los casos su padre. Eso sí que era currarse una cita y no las “tindereladas” de hoy día. ¡Bah!

La historia del teléfono es apasionante, para empezar su verdadero inventor no fue reconocido hasta el 2002 por el congreso de los Estados Unidos como tal. El pobre Antonio Meucci, que descubrió por accidente, intentando curar a un paciente una migraña, que los impulsos eléctricos transmitían el sonido, fue ignorado, engañado y apartado de su gloria y éxitos en favor de Alexander Graham Bell.

Luego llegarían las centralitas, las llamadas locales, las conferencias y la Telefónica de España.

Preciosos teléfonos de baquelita dieron paso a modernos aparatos de marcación por tonos: El Heraldo, el Góndola, el Teide, el Forma y tantos otros que conectaban nuestros hogares a pasos agigantados en un país deseoso por contar los mejores chismes de corrala. El buzón de voz y la llamada en espera darían una vuelta de tuerca más a aquellas tardes aguardando para ver en TV tu programa favorito.

Mientras tanto Martin Cooper, un ingeniero de Motorola, se sacaba de la manga allá por el 73, un invento que en cierta forma crearía zombis en los años venideros: El teléfono móvil. Un elemento en principio inofensivo que iba a arreglar todos los problemas de comunicación del planeta. Ya en los albores de los 90 a aquellos que usaban el móvil por la calle los veíamos como extraterrestres venidos de Júpiter y en cierta forma nos compadecíamos de ellos y hasta nos entraba la risa floja. ¡Qué equivocados estábamos!

Luego vino internet y empezó a colapsar las RTC, tenías que dejar de usar el fijo para poder navegar por aquellas primitivas páginas web. Retevisión, Amena y Airtel desembarcaron a finales de los 90 y con ello llegaron las líneas ADSL y la fibra óptica. Después golpearon los SMS, MSN Messenger y finalmente la revolución y el disparo de gracia: Whatsapp.

Menudo panorama, en un mundo interconectado que aún se pregunta por qué no duerme debería mirar más allá de la pantalla retroiluminada para conectar de nuevo con la realidad.

Recuperemos a nuestro viejo teléfono fijo, volvámonos más analógicos en defensa de nuestro derecho a vivir y conectar con la realidad que nos rodea y con lo que de verdad nos importa.

Al fin y al cabo, cuando el teléfono estaba atado a un cable el ser humano era más libre.

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