Llorar

Llorar

El otro día le dijo Manuel Vicent a José Luis Sastre una cosa que me ha parecido una medicina. Una receta para vivir mejor. De Manuel Vicent hay que hablar y escribir poniéndose en pie o besando el suelo. Incluso, usándole de referencia o de excusa, ya habría que pagar. De Sastre mejor no les digo nada. O todo. O me declaro. Vicent le dijo a Sastre que, todas las tardes, se pone jazz para llorar. Porque es muy lenitivo. Tuve que buscarlo. Lenitivo es algo que te ablanda o que te hace suavizar. Sin moquear, sólo para que se le salten las lágrimas. Eso mismo me recomendó mi terapeuta.

No se trata de llorar por llorar. Se trata de darte cuenta de que, durante mucho tiempo, nunca derramaste una lágrima. No te lo podías permitir. Te acostumbraron a no llorar. No estaba bien visto. Te hacías la víctima. Exagerabas. Culpabas al interlocutor. Eras débil. Estás mal y debes medicarte. No es el sitio. Estás haciendo el ridículo. Me incomodas. Menudo papelón. Deja de comportarte como una nena. Madura.

Mi terapeuta me dijo que todo eso no es más que lo de siempre. Lo que te impide avanzar. Así que, cuando aparecer en una consulta de un psicólogo, siempre hay unos pañuelos de papel. Tú siempre quieres evitarlo. Incluso, delante de ese profesional acostumbrado a tratar con seres humanos dañados, quieres evitarlo. Hasta que empiezas a entender que no hay otra manera. No hay otra forma de superar el dolor que volviendo a revivirlo. No es fácil. No es gratis. No todos los pacientes pueden pasar por ahí. Los hay que prefieren ejercicios de respiración. Apuntar en una libreta sus rutinas. Retener palabras sanadoras. Meditar. Pastillas.

Nada de eso salva a veces algunos dolores crónicos. Y hay que bucear. Y ese buceo entre aguas turbias, con olas insalvables, con recuerdos que te llegan como arpones, sólo se amaina llorando. Y, en un momento, encuentras algo de luz, dejas de hacerlo a diario, ya sólo derramas lágrimas en algún minutillo. O dos.

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