A Robert Altman (1925-2006) le mortificaba que se dijese que su Popeye, estrenado en 1980, había sido uno de los grandes fracasos del nuevo Hollywood, una de aquellas películas termita (es decir, corrosivas, contraculturales y rebeldes, según la expresión acuñada por el crítico Manny Farber) que se devoraron a sí mismas en el intento de convertirse en elefantes, como ocurrió con New York, New York, (Martin Scorsese, 1977) Corazonada (Francis Ford Coppola, 1982) o La puerta del cielo (Michael Cimino, 1980)