Lo más concreto y trascendente

Lo más concreto y trascendente

Meditación para este domingo XX del tiempo ordinario

Con el final del discurso del Pan de Vida, que leemos en el evangelio de hoy, Cristo nos revela la concreción de la fe en él. Esta no se basa en conceptos abstractos, sino en realidades tangibles y vivificadoras, que expresan su misma encarnación. Es por eso que estamos tan necesitados de recibir su Cuerpo y su Sangre. Sin ello, nos dice el mismo Salvador, no se puede alcanzar la verdadera vida. Leamos con humilde atención:

«En aquel tiempo, dijo Jesús a los judíos: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo”. Disputaban los judíos entre sí: “¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?”. Jesús les dijo: “Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí. Este es el pan que ha bajado del cielo. No como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que come este pan vivirá para siempre”.» (Juan 6, 51-58).

Estamos acostumbrados a querer ser fuertes y defendernos. Pero el evangelio nos propone el movimiento inverso: Hacernos débiles y rendirnos para alcanzar la verdadera fortaleza y plenitud de vida. Porque el amor nos eleva en la medida en que descendemos; rindiendo nuestras armas alcanzamos la victoria. Cristo nos invita a seguirle en su ejemplo de humildad y total entrega, que recibe como resultado la glorificación. Esto se manifiesta de manera especial en su presencia en la Eucaristía. ¡Es Dios, inmenso y trascendente, que se hace presente en la pequeñez del pan partido y el vino ofrecido! Allí el Todopoderoso se hace débil para hacernos verdaderamente fuertes. Por eso estamos llamados a redescubrir y exaltar ese punto de encuentro entre el abajamiento de amor de Cristo hacia nosotros y de nuestra ascensión hacia él.

La rendición de todo nuestro ser –cuerpo, mente y espíritu– ante la humildad de Cristo hacia su Padre, extendida a la humanidad por su Santísimo Sacramento, es un desafío y, a la vez, la gran oportunidad que Dios nos ofrece. El desafío es si seguir pretendiendo hacernos fuertes y válidos por nosotros mismos o dar el paso humilde y valiente de una rendición que canta victoria, porque es capitulación de amor, que todo vence y todo transforma. Comulgar dignamente el Sacramento del Altar nos hace asumir, ordenar y trascender cada cosa desde una luz y una fuerza que no podemos darnos a nosotros mismos, sino que advienen a nosotros como don de lo alto. Esta es la divina oportunidad que la Santa Comunión nos ofrece.

Por todo esto, la celebración del sacrificio de la misa de manera digna y reverente es la ascensión hacia las cimas más altas de la vida humana: La adoración y la contrición, la acción de gracias, la súplica confiada, el gozo sereno y la suave firmeza sobre la se asienta toda existencia valedera. Estas dimensiones de la misa no son meros ritos, sino ejercicios espirituales que nos disponen a vivir de manera trascendente cada aspecto del humano existir. Así cada misa se hace es un campo de entrenamiento para el alma, donde se forjan héroes espirituales.

La adoración nos abre a contemplar la presencia de Cristo que transfigura toda la creación. Allí reconocemos la grandeza de Dios y nuestra total dependencia de su amor y gracia. La contrición, por su parte, nos permite acercarnos a Dios con un corazón arrepentido, reconociendo nuestras faltas y buscando su perdón.

Con la acción de gracias agradecemos a Dios por el don de la vida, por sus bendiciones y por la salvación que nos ofrece a través de su Hijo, sacrificado y glorioso. Esto nos abre a la gratitud constante, que expande nuestras perspectivas y nos permite ver la mano de Dios en cada situación concreta.

La súplica confiada es expresión de nuestra fe en la providencia divina. Al presentar nuestras necesidades y preocupaciones ante Dios, reconocemos su poder y su amor, confiando en que cuida de nosotros. Esto nos da paz y nos permite enfrentar las dificultades con serenidad y esperanza. Así toda oscuridad resplandece desde las ventanas del alma que se abren en cada comunión en gracia.

Finalmente, ese gozo sereno y la suave firmeza son los gozosos frutos de una vida nutrida por la Eucaristía. El consuelo que proviene de la comunión con Cristo es profundo y duradero, y la firmeza espiritual que adquirimos nos sostiene en los momentos de prueba. Al vivir nuestra fe de esta manera, transformamos cada aspecto de nuestro ser y quehacer, haciendo de nuestra existencia transitoria una expresión de la cercanía y concreción del Dios Eterno.

De modo que el sacramento del Cuerpo y la Sangre de Cristo es donde mejor se nos muestra cuán concreta es nuestra fe católica. Desde ahí Dios nos llama a vivir cada momento como oportunidades para alcanzar la trascendencia y la paz. Por eso, al recibir hoy a Cristo en la Eucaristía, permitamos que su amor y su gracia nos transformen, guiándonos hacia la plenitud de la fe y una cada vez más perfecta comunión con Dios.

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